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LA CASA ENCIMA


Pandemia del coronavirus, 3 de abril de 2020.


Hace no mucho tiempo solíamos decir cosas como: “Salgo, que se me está cayendo la casa encima” o “A ti no se te cae la casa encima”. Difícilmente nos hubiésemos podido imaginar entonces que vendrían días en los que entrar o salir no sería una elección.


Ahora todos debemos estar en casa, es decir, en el lugar de cada uno. Esto nos impide desplazarnos, pero también encontrarnos con los otros. Las relaciones presenciales se han reducido a aquellas personas con las que compartimos la misma vivienda (en el caso de aquellos que no viven solos); el encuentro solo es posible, en cierto sentido porque no siempre será así, con las personas más cercanas, con las que tenemos más cosas en común. Estamos “encerrados en nuestro mundo”. El confinamiento es una cuestión de movilidad, pero también de soledad. La casa, nuestro hogar, lo que en principio es nuestro refugio, se nos convierte en una prisión.


El pasado día 1 de abril escuché la maravillosa conferencia “online” que nos ofreció el psicoanalista José María Álvarez, titulada “De un tratamiento posible de la psicosis”. Me viene a la mente, a colación de esto, sus comentarios sobre la soledad a la que se ven abocados muchos sujetos psicóticos: una soledad como refugio del peligro que supone para ellos la relación con los demás, a los que pueden vivenciar como amenazadores o invasivos; soledad que necesitan como defensa y que no conviene perturbar en la mayoría de los casos, pero que también puede convertirse en una cárcel de la que cuando quieren salir ya no pueden, llegando a ser causa en sí misma de sufrimiento; debido a que, en palabras del conferenciante, “a la soledad uno lleva su propia bestia interior”.


Este confinamiento que ahora padecemos y el del psicótico, tienen, salvando muchas distancias, algunos elementos en común: una necesidad de aislamiento como consecuencia de la necesidad de protección de un otro que se vivencia como peligroso y, por otra parte, la transformación del refugio en cárcel.


El peligro que el psicótico siente responde a la fantasía de su delirio. Para él es real, puesto que produce tanta angustia y da lugar a tantas defensas como el más real de los peligros.


El peligro del que ahora todos somos víctimas es un virus, un enemigo común (aunque, el hecho de que cualquier otro ser humano pueda ser portador de él, nos convierte a todos en peligrosos para los demás). Se trata de un peligro real y bien definido, pero que cada uno lo percibirá a su manera, en función de su propia subjetividad. Sin embargo, en esta situación nos sabemos necesitados de los demás, queremos seguir vinculados y hay un sentimiento de unión a pesar de la irremediable separación; porque lo que nos une o nos separa a los seres humanos no son los hechos sino los significantes, es decir, la manera en cómo pensamos, nombramos y organizamos esos hechos, que siempre será distinta y singular para cada uno.


Según Jacques Lacan “todos deliramos”, lo que fue recogido por Jacques-Alain Miller en la expresión, que es el título de uno de sus seminarios, "Todo el mundo es loco". Podemos traducir esto diciendo que los neuróticos, o sea, la mayoría de nosotros, también organizamos el mundo en función de un orden singular, que tiene como base los significantes que marcaron a cada uno; es decir, cada cual entiende las cosas a su manera, tiene su propia visión, su propio cristal desde el que mira el mundo; su fantasma, psicoanalíticamente hablando, que es un núcleo inconsciente que condiciona la posición subjetiva de cada uno. Este nos es tan necesario para sostenernos como a algunos psicótico su delirio. Nos es necesario porque a través de él entendemos la vida y le damos un sentido. A partir de él construimos nuestras opiniones, valores y creencias, podemos decir lo que nos gusta más y lo que nos gusta menos, con lo que estamos de acuerdo y con lo que no, con qué personas simpatizamos más y con quiénes menos. Es un instrumento simbólico que nos sirve para orientarnos y encontrar un lugar entre los demás. Nos es tan necesario, que todo hasta aquí parece bueno en relación a él. No obstante, al igual que para el psicótico el aislamiento al que le reduce su delirio le es de utilidad, al igual que la casa de uno puede ser el más seguro de los lugares, pero en ambos casos lo que es un refugio que ampara, se termina convirtiendo en prisión, algo parecido puede pasar en relación al fantasma del neurótico: ocurre cuando eso que es una herramienta para orientarse en la vida, se acartona, se vuelve rígida y se convierte en un armazón de “verdades” y de dogmas. Esto ocurre cuando el sujeto pierde la perspectiva y su punto de vista, por tanto, se le absolutiza. 


Sabemos que, para poder captar la perspectiva de un objeto en el espacio, se hace necesaria una separación suficiente de él, como para que nuestra visión pueda tener noción también de la posibilidad de otras visiones, desde otros lugares. Una “visión” rígida es aquella sin perspectiva y lleva por tanto a la eliminación de la posibilidad de otros “puntos de vista”, en sentido metafórico (entiéndase no solo maneras de pensar, sino también cualquier otra de las muchas peculiaridades que pueden diferenciarnos). Ello se traduce en el rechazo a aquellos que son “portadores” de esas otras peculiaridades. Todos sabemos las terribles consecuencias que puede llegar a tener esta deriva; por desgracia, la historia y el presente de la humanidad están llenos de ejemplos.


A nivel individual y más cotidiano esto funciona de igual manera, ya que hay algo estructural en el ser humano que da cuenta de ello: puede ocurrir entonces que nos veamos atrapados en la soledad de nuestra propia “visión” o en el encierro de nuestro “lugar de confort”, en el que incluimos a aquellos que consideramos más próximos o más semejantes. Es así como (y esto es una formulación a modo de advertencia y no el señalamiento de un destino), aun en tiempos de paz y libres de pandemias, “nuestra casa” en sentido amplio y metafórico, es decir, el orden que necesitamos, aquello que nos sostiene, puede convertirse en un confinamiento: algo a lo que estemos tan pegados y sin perspectiva, que se nos vaya cayendo encima sin apenas darnos cuenta; a modo de prisión, de losa, de trampa o, incluso, de trinchera.

SOBRE CAPACIDADES DIFERENTES, NECESIDADES ESPECIALES, AMOR, LEY Y OTRAS PARADOJAS.


Sabemos que la carencia que verdaderamente incapacita es la del amor, sobre todo cuando esa carencia ha estado en los orígenes del sujeto. Lo que más nos incapacita o nos discapacita es la falta de amor, porque ello conlleva la falta de tolerancia.

Todos tenemos necesidades especiales, o sea, específicas de cada uno, derivadas de la singularidad de cada cual. Somos singulares y únicos porque no hay una norma que dicte cómo tendríamos que ser. Si así fuese, esto nos unificaría y borraría las diferencias. O sea, que "lo normal" no existe. Los resultados que podríamos obtener en los test y los baremos a través de los que a veces intentan medirnos, hablarían, en todo caso, solo de nuestra singularidad.

Lo que sí debe preocuparnos es lo que puede enfermarnos o hacernos infelices. Y esto viene asociado, de una forma u otra, al rechazo a uno mismo y al rechazo a otros. Esto puede ocasionar un gran sufrimiento en algunas personas, incluso trastornos y enfermedades psíquicas que pueden llevarles a buscar ayuda. Pero estos trastornos tienen relación, no tanto con las capacidades limitadas (que, por otra parte, siempre lo son) de la persona que enferma o sufre, como con su grado de exigencia consigo mismo y con los demás. O sea, el mayor sufrimiento no proviene, en la mayoría de las ocasiones, de los problemas derivados directamente de las limitaciones, sino del rechazo experimentado hacia estas, como consecuencia de una falsa premisa, de un malentendido, consistente en que ellas, las limitaciones, no deberían existir porque podrían no existir. De ello se puede derivar una vivencia generalizada de fracaso, sentimientos de baja autoestima, autorreproches continuos y rechazo a los otros por sus limitaciones o errores. Esto puede ocurrir en personas con todo tipo de capacidades.

Todo ello no puede entenderse sin volver a la idea de que lo normal no existe: Respecto a una supuesta norma que nos igualaría y estandarizaría, todo lo que pienso, hago, siento o decido va a ser erróneo. Esa norma es un imposible frente al que todos fracasamos o un ideal del que un individuo o un grupo puede hacerse el garante y ante la que cualquier otro es rechazado hasta el odio por insuficiente o distinto. Y en este caso, "erróneo o defectuoso" y "distinto" son la misma cosa. Esta es la base de todo fundamentalismo y segregacionismo.

El amor nos es tan necesario porque va de la mano de la tolerancia, lo que no quiere decir de la permisividad. Tolerancia es tener en cuenta las limitaciones y dificultades de cada uno y de las situaciones, es admitir que no se puede todo. La permisividad tiene que ver con la ausencia de ley, o sea, de límites; permitir todo lleva a pretender poderlo todo, lo que la sitúa, paradójicamente, en el polo opuesto de la tolerancia. Y no es casualidad que el amor y la ley van de la mano. La ley es aquello que regula los límites: Esto se puede, esto no... La ley es amiga de la tolerancia, ambas apuntan a que no todo es posible. Por ello, lo mejor que puede ocurrir es que la autoridad y el amor nos lleguen del mismo lado.