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¿QUÉ ES UN PSICOANALISTA?



Cuando lo que nos hace sufrir son nuestros propios pensamientos, emociones o formas de relacionarnos, nos resulta difícil entender o darle una solución a lo que nos pasa, como si lo más íntimo se convirtiese en algo extraño y ajeno que nos domina.

Pero también sentimos la dificultad de que alguien pueda ayudarnos. Esto es debido a que los demás ven nuestros problemas desde el prisma de sus propios afectos, experiencias o ideales. Por ello no nos valen muchas veces las opiniones o consejos que puedan darnos.

Sin embargo, cuando nos sentimos deprimidos, angustiados, confusos... tenemos a menudo la necesidad de hablarle a alguien que pueda escucharnos y la intuición de que solo de esa manera podríamos aliviarnos e incluso curarnos.

Y es que el conflicto psíquico y los síntomas a través de los que este se expresa, necesitan la vía de la palabra dirigida a un otro para que puedan ser elaborados y resueltos. Pero este otro ha de reunir algunos requisitos...

El psicoanalista es el profesional que recibe las palabras de quien acude a él desde un lugar no condicionado por sus propias emociones, pensamientos o criterios personales, así como por ningún ideal y no porque prescinda de ellos, sino muy al contrario, porque le ha sido necesario en su formación elaborarlos y saber suficientemente de ellos como para que no ejerzan una interferencia o un obstáculo en su labor.

Esto es posible gracias a la necesaria preparación, basada en tres pilares: Una formación teórica continuada, la supervisión o control de casos y, el más importante, su análisis personal llevado a cabo con otro psicoanalista.

Solo desde este lugar puede escuchar  la subjetividad del paciente en su singularidad e intervenir en la  dirección adecuada, de manera que posibilite a este el encuentro con los determinantes de su malestar o sufrimiento, el descubrimiento de los resortes en los que apoyarse y la construcción de sus propias salidas y respuestas.

El psicoanalista acompaña y orienta al paciente en un recorrido personal que incidirá sobre las raíces de sus problemas y que le permitirá, en la medida de sus posibilidades y de su trabajo:

  • La superación o el alivio del malestar que le llevó a consultar.
  • Un cambio subjetivo hacia una posición más alejada del dolor y más en consonancia con su deseo.
  • La conquista de un "saber hacer" propio con lo imposible de cambiar.
  • Una mayor satisfacción con su vida.



DIVERSIDAD Y SINGULARIDAD


"Si dos individuos están siempre de acuerdo en todo,
puedo asegurar que uno de los dos piensa por ambos"
                                                        Sigmund Freud


Creer encontrar en el otro uno igual a nosotros mismos nos da seguridad y nos tranquiliza, en la medida en que proporciona una fantasía de garantía de salvación en relación al abismo que nos separa de los demás en lo más hondo y nos coloca inexorablemente en un lugar de soledad.

Pero cuando intentamos acercarnos a los otros desde este plano imaginario, terminamos encontrando grandes dificultades, en la medida en que vemos revelarse ante nosotros, inevitablemente, los elementos propios de la singularidad de cada cual; llegando estos a resultar incómodos, molestos, a veces  insoportables y dando lugar a situaciones de rechazo, dominio-sumisión, quejas y peleas frecuentes, rencor, odio, guerras...

Entonces, ¿cómo salvarnos del abismo de la soledad? Necesariamente a través de algún tipo de vínculo o de lazo, pero a condición de no buscar en él una garantía.

Aceptar la imposibilidad de una fórmula que  asegure el entendimiento con el otro, aceptar la brecha inevitable del desacuerdo con él, implica la necesidad de tolerar las peculiaridades de su aspecto, su manera de pensar, de vestir, de hacer, de hablar, de gozar...diferentes siempre a las de uno, siempre otras...Nos encontramos con esto de igual manera  en el plano personal y en el social.

Afortunadamente los seres humanos, ante esta dificultad ineludible que nos incumbe a todos, disponemos también de algunas ayudas que nuestra propia condición nos proporciona: Contamos con ciertos “artificios” privilegiados que nos pueden servir para afrontar esta controversia: El amor, el humor, el arte, son algunos de ellos. Nos permiten vincularnos con los otros respetando las diferencias y tolerado las inseguridades y angustias que ellas nos producen. 

Pero estas herramientas participan igualmente de la condición de falta de garantías y solo muestran su posible utilidad en el uso particular que podemos hacer de ellas, en el "caso por caso" y en el "cada vez"... Se trata siempre de soluciones singulares, sirviéndonos de estos "artificios" e incluso, si es necesario, al margen de ellos. A veces puede ser complicado. No siempre es posible, a veces solo con determinad ayuda... 

Así pues, cada uno de nosotros, confrontado como está a la ineludible disyuntiva entre los embrollos con el otro y la soledad, entre la alienación y la separación, lo está también a la búsqueda de sus propias soluciones, a la invención de su manera singular de sostenerse en la vida y en la relación con sus semejantes (perdón, sus diferentes...). 

SOBRE CAPACIDADES DIFERENTES, NECESIDADES ESPECIALES, AMOR, LEY Y OTRAS PARADOJAS.


Sabemos que la carencia que verdaderamente incapacita es la del amor, sobre todo cuando esa carencia ha estado en los orígenes del sujeto. Lo que más nos incapacita o nos discapacita es la falta de amor, porque ello conlleva la falta de tolerancia.

Todos tenemos necesidades especiales, o sea, específicas de cada uno, derivadas de la singularidad de cada cual. Somos singulares y únicos porque no hay una norma que dicte cómo tendríamos que ser. Si así fuese, esto nos unificaría y borraría las diferencias. O sea, que "lo normal" no existe. Los resultados que podríamos obtener en los test y los baremos a través de los que a veces intentan medirnos, hablarían, en todo caso, solo de nuestra singularidad.

Lo que sí debe preocuparnos es lo que puede enfermarnos o hacernos infelices. Y esto viene asociado, de una forma u otra, al rechazo a uno mismo y al rechazo a otros. Esto puede ocasionar un gran sufrimiento en algunas personas, incluso trastornos y enfermedades psíquicas que pueden llevarles a buscar ayuda. Pero estos trastornos tienen relación, no tanto con las capacidades limitadas (que, por otra parte, siempre lo son) de la persona que enferma o sufre, como con su grado de exigencia consigo mismo y con los demás. O sea, el mayor sufrimiento no proviene, en la mayoría de las ocasiones, de los problemas derivados directamente de las limitaciones, sino del rechazo experimentado hacia estas, como consecuencia de una falsa premisa, de un malentendido, consistente en que ellas, las limitaciones, no deberían existir porque podrían no existir. De ello se puede derivar una vivencia generalizada de fracaso, sentimientos de baja autoestima, autorreproches continuos y rechazo a los otros por sus limitaciones o errores. Esto puede ocurrir en personas con todo tipo de capacidades.

Todo ello no puede entenderse sin volver a la idea de que lo normal no existe: Respecto a una supuesta norma que nos igualaría y estandarizaría, todo lo que pienso, hago, siento o decido va a ser erróneo. Esa norma es un imposible frente al que todos fracasamos o un ideal del que un individuo o un grupo puede hacerse el garante y ante la que cualquier otro es rechazado hasta el odio por insuficiente o distinto. Y en este caso, "erróneo o defectuoso" y "distinto" son la misma cosa. Esta es la base de todo fundamentalismo y segregacionismo.

El amor nos es tan necesario porque va de la mano de la tolerancia, lo que no quiere decir de la permisividad. Tolerancia es tener en cuenta las limitaciones y dificultades de cada uno y de las situaciones, es admitir que no se puede todo. La permisividad tiene que ver con la ausencia de ley, o sea, de límites; permitir todo lleva a pretender poderlo todo, lo que la sitúa, paradójicamente, en el polo opuesto de la tolerancia. Y no es casualidad que el amor y la ley van de la mano. La ley es aquello que regula los límites: Esto se puede, esto no... La ley es amiga de la tolerancia, ambas apuntan a que no todo es posible. Por ello, lo mejor que puede ocurrir es que la autoridad y el amor nos lleguen del mismo lado.

HIJOS DEL LENGUAJE I



Lo que nos iguala a los seres humanos es aquello mismo que nos hace en esencia diferentes del resto de los seres vivos y también aquello que nos hace únicos a cada uno: El lenguaje. Todos estamos igualmente atravesados por él, por ese lenguaje tan impreciso que no nos da las garantías de un significado uniforme para todos, que no puede eliminar la duda, la inexactitud, la parcialidad... justamente porque es el causante de todo ello. Pero a su vez tan rico que puede dar cuenta de la singularidad de cada uno.

El lenguaje humano es el mediador entre lo que somos como seres vivos y el mundo. No nos es posible una relación directa con este porque no podemos tenerla sino a través de él. Su adquisición nos hizo perder el instinto animal que proporcionaba el vínculo directo con la vida.

Nunca cernirán mis palabras con exactitud aquello que quiero o debo comunicar; es por ello que puedo tener mi propia manera de hacerlo, ya que no sería posible encontrar una única con la que acertar de lleno. Es por eso también que no puedo asegurarme el hecho de ser entendida o aceptada por todos, o por todos de igual manera, o de ser entendida de alguna determinada manera... y si lo pretendo corro el riesgo de entrar en los derroteros de la locura.

La comunicación entre los seres humanos lleva consigo, pues, una falta de garantías; porque no puede ser sin la polisemia y la homonimia, los sinónimos, las acepciones y excepciones, las significaciones exclusivas para uno o para un grupo, las connotaciones y matices, los lapsus, la contingencia, las peculiaridades del momento...O sea, todo lo que puede llevar al malentendido, ese que ninguna normativa puede eliminar; ese que no nos pone las cosas fáciles, pero sin el que tampoco habría invención, poesía, creación, humor, arte..., en definitiva todo aquello que nos permite realmente comunicarnos. Sin el malentendido nos faltaría la vida, la vida subjetiva, esa única posible para nosotros los humanos, la que nos da la singularidad a cada uno, a la vez que el sustrato común de lo que somos. Porque somos hijos del lenguaje.